Hay pocas bestias mitológicas que se hayan representado tanto a nivel artístico y literario como el siempre fascinante dragón. Sea éste asiático, europeo, marino o incluso más parecido a un dinosaurio patoso que a una criatura elegante y noble cubierto de escamas, sus posibilidades físicas son casi infinitas, al igual que sus capacidades (desde leer mentes a escupir fuego por la boca) y su personalidad. Así, tenemos dragones benévolos y racionales y dragones malévolos y algo desquiciados, pero en casi todos los casos hablamos de seres con una forma de pensar totalmente diferente a la del ser humano, y con una serie de debilidades, sea un amor exacerbado hacia todo lo dorado o una tendencia a devorar jóvenes vírgenes.
Aunque se ha escrito sobre el dragón desde tiempo inmemorial, nuestra bestia europea más común (el lagarto gigante que escupe fuego y guarda tesoros) toma forma en el imaginario de manera definitiva gracias al wyrm de Beowulf, una especie de híbrido del dragón escandinavo y del germánico. Tolkien, tras estudiar exhaustivamente el poema anglosajón, seguramente se inspiró directamente en este personaje para crear a Smaug, el desasosegante rival de Bilbo Bolsón en El Hobbit, y al sádico y vengativo Glaurung de Los hijos de Hurin. Aunque ésta es la figura que se mantiene como referencia en la imaginación occidental, el paso del tiempo y la influencia de otras culturas ha producido que el dragón europeo adquiera también características del dragón tradicional chino, o de otras criaturas dragoniles provenientes de India, Japón o de la tradición judía. Las posibilidades de la literatura fantástica han propiciado la aparición de todo tipo de dragones no convencionales: desde dragones elementales, hechos de fuego o hielo, a dragones imaginarios creados por la mente de un mago o hechicero. Esta gran elaboración de imposibilidades físicas también ha sido parodiada, como hizo Terry Pratchett en su popular saga del Mundodisco al presentar una variante más “real” y plausible del dragón: reptiles del tamaño de un perro que morían frecuentemente por combustión espontánea, debido a la gran conglomeración de productos químicos en su cuerpo, necesarios para producir la siempre popular bocanada de fuego.
¿Y de dónde viene esta obsesión tan extendida por el dragón? Algunas teorías apuntan hacia el descubrimiento de restos de dinosaurios, que llevarían a los primeros arqueólogos a relacionarlos con una criatura mitológica; también la existencia de reptiles como el dragón de Komodo podría alimentar la fantasía humana: como la posible creación del unicornio a raíz del rinoceronte, o de la sirena a partir de las focas y leones marinos. Incluso hay teóricos que afirman que el dragón es simplemente un conglomerado de nuestros miedos primordiales hacia serpientes, felinos y aves rapaces. Venga de donde venga, su figura sigue presente de todas las maneras, y sigue siendo un personaje tipo de cualquier historia de fantasía épica. Algunos hemos crecido con Falkor (Fúyur), el amistoso dragón de la suerte de La historia interminable, otros se enamoraron de los protagonistas de Eragon o de la saga de Pern, y otros prefieren el Jabberwocky de Carroll o los dragones de Ursula K. Leguin en Terramar. Y tú, ¿con qué dragón te quedas?