Existe un dicho muy común y generalmente aceptado como verídico: “Segundas partes nunca fueron buenas”. Afortunadamente, en el caso de “Los hijos de las tinieblas”, las segundas partes no sólo son buenas sino, curiosamente, incluso mejores que la primera.
De entrada, el libro cayó en mis manos de manera poco probable. Su título parece indicar dos cosas: que se trata de una novela de fantasía épica y oscura, y que está dirigido a un público adolescente. No es el mejor título para una lectora que se pasó años de su vida sumergida en obras de tinte académico con rótulos de más de diez palabras (sin incluir los subtítulos). De primeras, no es el tipo de libro que devoraría por elección propia. Sin embargo, como buena aficionada a la ciencia ficción, y con grandes esperanzas depositadas en la ciencia ficción española, tuve la suerte de leer algunas obras de José Antonio Cotrina en su primera época, cuando escribía para pequeñas editoriales libros cyberpunk dirigidos a adultos, y la tremenda calidad de su producción literaria me empujó a examinar sus creaciones juveniles, de ahí mi interés por el Ciclo de la Luna Roja, cuya primera parte, La cosecha de Samhein, no me dejó indiferente.
Coincido con el propio autor cuando afirma que es complicado hablar de una segunda parte sin desvelar puntos primordiales de la primera ante quienes no han leído esta. La trama de Los hijos de las tinieblas es una continuación directa de La cosecha de Samhein pero, al mismo tiempo, no tiene mucho que ver con ésta. Si en la primera parte nos encontrábamos con una ciudad terrible, Rocavarancolia, responsable de todo tipo de amenazas y pesadillas, en la segunda conocemos mucho más sobre los protagonistas y sobre la amenaza que ellos mismos pueden representar para sí mismos. Rocavarancolia queda relegada a un segundo plano, es la Luna Roja y lo que significa su aparición lo que realmente nos hiela la columna vertebral. Y es que Cotrina no se detiene a la hora de crear espacios fantasmagóricos y terribles, pero al mismo tiempo insiste en la capacidad del milagro, de la maravilla, de lo tremendo. El feísmo adopta un papel principal, en cada giro argumental, en cada esquina narrativa existe una vuelta de tuerca donde la belleza y el sentido de lo extraordinario se ocultan tras el rostro de lo monstruoso. Se trata, ante todo, de un carnaval de ilusiones donde la muerte y el peligro son el atractivo principal de un teatro efímero donde la existencia se cubre de fenómenos espléndidos y temblorosos hasta que la fortuna y la desventura deciden arrancarla de cuajo. Cotrina no muestra absolutamente ningún respeto por la vida ni por la cordura de sus protagonistas, y esto supone un soplo de aire fresco dentro no sólo de la literatura fantástica, sino dentro de toda la literatura juvenil, que habitualmente huye de la madurez propia de sus lectores para ofrecer una versión edulcorada e infantil del acto narrativo. Con un lenguaje colorido, rico, pero accesible, el autor nos acerca a un mundo á la Barker donde se manifiesta la eterna metáfora en la que se basa toda buena obra juvenil: aquella que habla de la pubertad, el abandono de la inocencia y la llegada a la edad adulta.