Estamos en la época de los grandes escritores rusos del siglo XIX y nombres como Dostoievski, Tolstoi o Chéjov están llamados a ser reconocidos como maestros de la literatura. Dimitri Grigoróvich era también escritor en ese momento y, aunque ni sus obras ni su fama llegaron a la altura de los demás, si fue espectador y partícipe del ambiente literario que dio forma a estas figuras. Grigoróvich nació en una familia noble y, por tanto, tuvo una educación y posición económica privilegiada que le permitió vivir en San Petersburgo mientras intentaba despuntar como pintor o como actor de teatro, llegando a traducir obras del francés, su primera lengua, al ruso. Su vida en San Petersburgo giraba entorno a las tertulias literarias de las que era un miembro respetado, mientras conseguía colocar cuentos aquí y allá.
A la vuelta a la hacienda familiar para poder centrarse en su escritura empieza a hablar con los siervos, fijándose en su forma de hablar, de expresarse, en sus problemas y vida diaria. Todo esto toma forma en La aldea su primera obra importante y que es de las primeras en dar voz a los siervos de la gleba. Pero, a pesar de ello, lo más interesante del libro no es la carrera de Grigoróvich como escritor, aunque sea en buena parte el hilo conductor de la historia, sino es el acercamiento, de primera mano y lleno de anécdotas, a las diferentes figuras literarias del momento, sobre todo, su amistad con Dostoievski con quien compartió piso, siendo de los primeros en leer Pobres gentes.
Como decía en el libro podemos encontrar varias anécdotas, de las cuales mi preferida es la relativa a la malvada forma como determinado librero había conseguido su hacerse con su negocio. Estas anécdotas y el desfile continuo de personajes y situaciones, junto a una escritura cuidada y ágil hacen de las Memorias literarias de Dimitri Grigoróvich un pequeño y entretenido libro que me ha sorprendido gratamente y que encaja a la perfección en la línea editorial de Nevsky Prospects.
Memorias literarias