Es evidente que para las sociedades secretas resulta un problema que se pongan en conocimiento del público ya no sólo sus objetivos y miembros más relevantes, sino su propia existencia. La máxima de que sólo existe aquello que puedes nombrar se complementa con aquella otra que menciona que sólo puedes odiar aquello que conoces. No obstante, muchos se ceban con las sociedades secretas y les atribuyen horrendos propósitos que, la mayor parte de las veces, poco o nada tienen que ver con sus verdaderas motivaciones. Está claro que saber de la existencia de una organización no es equivalente a conocerla.
Muchos han sido, a lo largo de los siglos, los personajes importantes relacionados en mayor o menor medida con sociedades secretas de todo el mundo. Aunque habitualmente los más polémicos fueron los políticos y miembros del alto clero, en el siglo XIX se democratizó la demonización de miembros de estos grupos. La razón es sencilla: ya eran muchos los que, pese a no desempeñar labores políticas (ya fueran laicas o eclesiásticas), tenían poder e influencia. Así, los escritores empezaron a ser uno de los objetivos de los autores de teorías de la conspiración. Aún sorprende que las nuevas presas de estos “teóricos” (muchas comillas) no sean en estos momentos deportistas de élite. Todo se andará.
Algunas sociedades secretas con miembros literatos tienen, en realidad, un objetivo muy sencillo e inocente. Los llamados Apóstoles de Cambridge, por ejemplo, forman un club universitario de debate al que han pertenecido escritores tales como Frederick Maurice, Arthur Hallam, Lytton Strachey o Jonathan Miller, así como el político y filósofo Bertrand Russell. Cruzando el charco, y alrededor de otra famosa universidad, la de Yale, se desarrollan las actividades del grupo Skull and Bones. Dejando a un lado su carácter mucho más histriónico (y bastante tétrico), también ha contado entre sus filas, aparte de varios presidentes estadounidenses y del creador del fútbol americano, al poeta Archibald McLeish, al escritor y guionista Donald Ogden Stewart o al dos veces ganador del Pulitzer, David McCullough.
Una “sociedad” (realmente es sólo una reunión anual, no una asociación que requiera de membresía) de la que más se habla y escribe, ya que al parecer controlan absolutamente todos los resortes de poder del mundo actual, sería el Grupo Bildeberg. No se conocen con exactitud las listas de asistentes, pero no ha sido habitual (más bien lo contrario) la inclusión de escritores entre los “posibles“. No ocurre lo mismo con editores de literatura o, sobre todo, de prensa, lo que nos puede ayudar a entender por qué tantos escritores han criticado las reuniones anuales del grupo.
Sí que hubo escritores entre los miembros de otras organizaciones ocultas, tales como la Orden de Queronea, una asociación homosexual fundada en Inglaterra en 1897 a la que supuestamente perteneció Oscar Wilde. Su creador, el poeta George Cecil Ives, fue también jurista y gran defensor de los derechos de la comunidad homosexual. Según parece, los poemas de Walt Whitman fueron uno de los ejes de la Orden, hasta el punto de ser llamado por sus miembros como “El Profeta“. Otro escritor que perteneció supuestamente a este grupo fue Laurence Housman, así como el traductor y editor Montague Summers.
La otra cara de la moneda es justamente esa: la existencia de sociedades secretas ha generado una cantidad ingente de literatura al respecto desde hace siglos. Sin ir más lejos, podemos encontrar el excelente trabajo de los escritores León Arsenal e Hipólito Sanchiz Álvarez de Toledo Una historia de las sociedades secretas españolas, en el que hablan de grupos tan desconocidos como el de La Garduña. Pero la mayor parte de los escritores que se interesan por este tipo de organizaciones no suelen crear ensayos, sino novelas más o menos documentadas. Seguro que todos tenemos unos cuantos títulos en la cabeza ahora mismo, ¿verdad?