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La Trilogía de Nueva York

AutorGabriella Campbell el 16 de julio de 2010 en Divulgación

Trilogia de Nueva York

Los aficionados a la narratología han intentado establecer, en muchas ocasiones, una barrera separadora entre los conceptos de autor implícito y autor empírico. El autor empírico sería aquel que escribe un texto, y el autor implícito, aquel que se define como autor del texto dentro de dicho texto. Como ejemplo archiconocido podríamos poner a Cervantes, como autor empírico del Quijote, frente al autor implícito Cide Hamete Benengeli; o también podríamos mencionar a Salinger como autor empírico de El Guardián entre el Centeno, frente al autor implícito Holden Caulfield. Por supuesto un texto puede tener varios autores implícitos. ¿Todo claro? Bien, es fácil, ¿cierto?

Por otro lado, según la relación del autor con sus textos, Gerard Genette, en La literatura de segundo grado (1989) habló de cómo una sola obra puede contener diferentes tipos de textualidad, y por tanto diferentes tipos de autor. En un texto podemos encontrar referencias a otros textos del autor (lo que se conoce como intratextualidad), referencias a un texto anterior que luego se modifica (conocido como hipertextualidad) o una relación crítica con otro texto suyo o ajeno (metatextualidad). Y algunos teóricos abogan por el uso del término “autor textual”, que sería la imagen del autor real o empírico impuesta por el texto que estamos leyendo. Si bien existen muchos más tipos de autor dentro de la narratología, existen otros tantos (y no siempre equivalentes) tipos de lectores: el lector real, el lector al que está dirigida la narración, etc. En muchos sentidos, el autor implícito no tiene por qué ser el narrador (que puede ser, en un texto determinado, un personaje que no es el autor ni empírico ni implícito), y le lector implícito o real no tiene que ser el narratario, por la misma razón. Por otro lado estaría lo que Walker Gibson y Booth definieron como el mock reader, ese lector hipotético que tiene en mente el autor cuando escribe. ¿A que la cosa se empieza a complicar?

Toda esta danza de autores y lectores queda perfectamente embrollada en La trilogía de Nueva York de Paul Auster. Compuesta de tres novelas: La ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada, forma una tríada de intercambio y de mise en abyme francamente escalofriante, constituyendo sobre el papel la pesadilla de cualquier narratólogo. Su base es la novela negra, la novela de detectives, que es usada como justificación para desarrollar un profundo estudio sobre la naturaleza del lenguaje y de la propia escritura. Su amor por lo literario y lo lingüístico, ámbitos que entremezcla y con los que realiza complejos malabares, puede recordar en ocasiones a Umberto Eco, a sus juegos y enigmas. Sin embargo los enigmas de Eco tienen solución, aunque dicha solución no esté siempre presente en el texto, tienen un porqué y tienen una vida natural. Los enigmas de Auster existen sólo por el amor hacia el enigma en y se desvían significativamente no sólo de la novela de detectives clásica, sino de la propia estructura narrativa.

Auster

Lamentablemente, en su afán de teórico, Auster parece olvidar su perfil de narrador. No hablo del narrador como figura participativa del acto narrativo, sino del narrador como fabricante de historias. Auster usa a sus personajes para sus fines de teórico, no les concede personalidad propia ni les permite obtener vida más allá de las palabras: su creación de historias intrigantes y maravillosas termina, una y otra vez, en un derrumbamiento que sólo tiene sentido en su pletórico mundo de palabras, ninguno en el físico mundo de los eventos. Sus personajes enloquecen, una y otra vez, atrapados por una soga de frases y letras, de manera abrupta e inexplicable. No existe la acción narrativa: no hay cadena coherente de argumentos. La trilogía de Auster es un tremendo y excelso ejercicio de estilo, pero es muy posible que no esté compuesta de novelas.

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