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Cayendo en Desgracia

AutorGabriella Campbell el 12 de abril de 2010 en Divulgación

Desgracia

Recientemente un conocido me comentó que le gustaría que los libros se publicaran con advertencias anímicas, algo así como “leer este libro le levantará la moral” o “no lea esta obra si está pasando por un desengaño amoroso”. Independientemente de la conveniencia o inconveniencia de algo así, tal vez no estaría de más que Desgracia de Coetzee llevara una enorme señalización, al estilo de un paquete de tabaco, que indicara algo parecido a “leer este libro es perjudicial para su ánimo”. Desgracia, me temo, no es para los mansos de corazón.

Coetzee, por su origen sudafricano, no puede escapar del análisis contextual, político, sociológico, histórico, tal vez incluso económico. A pesar de su notoria timidez frente a los medios (apenas ha tenido apariciones públicas, no recogió en persona sus dos premios Booker y sus conferencias suelen ser leídas por otras personas en su nombre, siendo una de las más célebres la que escribió para la asociación pro-derechos de los animales Voiceless, que fue leída por el actor y embajador de la organización Hugo Weaving) no ha dudado a la hora de expresar su opinión acerca de temas como el apartheid y otras polémicas relacionadas con la política sudafricana y su entramado social. Desgracia es, posiblemente, la novela donde más queda patente la complicada relación entre clases y razas en Sudáfrica, en un incómodo viaje desde el civilizado entorno urbano al cruento mundo rural donde se desarrolla un nuevo orden frente al poder antaño perteneciente a los terratenientes blancos.

Sin embargo en ocasiones es difícil concentrarse en el mensaje político del autor, por la sencilla razón de que su encarnizado examen de las relaciones humanas deja tras de sí un reguero de angustia que dificulta una lectura superficial, única, de este extraordinario libro. Sabemos de la obra, en principio, lo que todos, que versa sobre un profesor universitario acusado de abusar sexualmente de una alumna. De por sí, este argumento presentaría una gran variedad de posibilidades: el estudio de la sexualidad masculina pasados los cincuenta y la discriminación social que ésta puede llegar a sufrir; la posición de una mujer que, si bien no ha sido violada, puede haber sido intimidada, hasta cierto punto obligada, para realizar un acto que realmente no desea; la hipocresía de la cerrada sociedad universitaria… las interpretaciones y lecturas son múltiples. Pero sin embargo, este es sólo el comienzo: la relación entre el hombre mayor y la mujer joven, ya sea en un contexto sexual, familiar o laboral, se expande y reinventa una y otra vez en la novela; la relación sexual consentida pero no deseada, la relación sexual forzada, reaparece de manera constante, de diferentes y terribles maneras; el abuso y el abandono del protagonista, de su hija, de Teresa, la amante olvidada de Lord Byron, de los perros demacrados que figuran como coro en esta tragedia, son todos elementos de peso para formar páginas y páginas de ansiedad concentrada.

En el fondo, no es la complicada relación entre los personajes la que nos atormenta, es la sensación de inacción, un fundamental apuntador de cada escena, la que nos produce cierta catarsis, la que hace que Desgracia sea una tragedia con todas las letras, con todos los puntos necesarios para enorgullecer a cualquier Sófocles. Los personajes se abandonan, aceptan su hado y se dejan llevar, saben que no disponen de escapatoria, como los perros a los que el protagonista ayuda a morir. Cualquier intento de acción, de cambio, como la relación de éste con su alumna, no es más que una trampa, ya que la narración nos muestra que no se trata más que de caminos predeterminados (el propio protagonista admite la inevitabilidad de su relación, al afirmar que volvería a acostarse con la joven, a pesar de todo lo que ello le ha supuesto). Esta no-acción, este tortuoso desarrollo de los acontecimientos que escapan a nuestro poder, acontecimientos contra los que los personajes no actúan, para gran frustración nuestra y de ellos mismos, convierte al héroe en un personaje risible, ridículo, como el Lear de Shakespeare o el viejo y maldito Edipo. Y sobre esta escalera, esta caja china de historias, el Profesor Lurie de Desgracia monta su propio metatexto, al componer su ópera con las voces de una Teresa gorda y abandonada y un Byron muerto e inútil, al son de una triste mandolina de juguete. No hay ningún personaje gratuito, no hay ningún clavo sobre el que nadie se cuelga. Y no hay, sobre todo, un solo lector capaz de terminar este libro y seguir siendo la misma persona que cuando lo empezó.

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