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Das Vampire. Desde Nosferatu a Edward Cullen

AutorGabriella Campbell el 3 de enero de 2010 en Divulgación

Cullen Nosferatu

Parece ser que cuando uno muere pierde toda una serie de obligaciones que lo ataban a una existencia gris, moral y asexual. Así que, a no ser que uno sea zombie (por lo que sus facultades mentales se verán seriamente menguadas) o un hombre lobo (que implica estar condicionado por las fases lunares), ser no-muerto tiene una buena cantidad de ventajas. Sobre todo si tienes poderes especiales, léase superfuerza, supervelocidad y capacidad de hipnosis. Como contrapunto, no podrás salir de día, tendrás una severa intolerancia hacia los ajos y los crucifijos te provocarán urticaria. Es decir, serás uno de los seres más icónicos de la literatura universal, un vampiro.

Polidori acertó de pleno cuando presentó su vampiro como un lord, un auténtico gentleman de la época, ducho en las artes de la seducción y el saber estar. Y es que, a nivel más o menos explícito, el vampiro se asocia con la sexualidad, ya sea por el acto oral de lamer y chupar fluidos prohibidos, por sus referencias a la estética y modus vivendi sadomasoquista, o por la creencia de que se trata de un ser diabólico, vinculado al infierno, y por tanto representante de todos los vicios y pecados más terribles: desde la antropofagia hasta el bestialismo o la pederastia. No puedo ni empezar a enumerar las numerosas teorías que explican el origen de su figura: desde los casos de catalepsia por los que un supuesto muerto se levanta de la tumba hasta las leyendas relacionadas con íncubos y súcubos, criaturas descendientes de Lilith, primera mujer de Adán, amante de Lucifer y considerada por muchos como madre de los vampiros. Si Lilith es la madre, está claro que el padre es el terrible Vlad el Empalador, personaje histórico que hace relativamente poco trató Elizabeth Kostóva en La historiadora, donde la imagen atrayente del vampiro y sus secuaces (los ghouls, humanos alimentados con sangre vampírica) se remonta a la propia existencia del Príncipe Dracul, famoso por desayunar rodeado de unos cuantos enemigos, o súbditos, clavados en estacas.

Y es que el vampiro no se detiene en Vlad. Su perturbador atractivo nos persigue de miles de maneras. Una de las primeras muestras modernas en la literatura de sexualidad lésbica está presente en Carmilla, el relato de Sheridan le Fanu, donde es posible que escandalizara más la estrecha relación entre la vampiro (apenas una niña, por lo menos físicamente) y su víctima, otra mujer, que el acto vampírico en sí. Si bien el Drácula de Bram Stoker se asemeja más al terrible Empalador por su carácter medieval y siniestro, algunos puristas prefieren el aspecto grotesco y depredador del Nosferatu de la Hammer o del juego de rol Vampiro La Mascarada. Sea como sea, el vampiro siempre se ha representado con un poderoso aura de peligro: un vampiro no puede ser tu novio o tu amigo, sencillamente porque es una criatura caníbal que actúa por instinto. La escritora Anne Rice hizo mucho por modificar este concepto, presentándonos al vampiro torturado: aquel que debe alimentarse de sangre para sobrevivir pero que mantiene su conciencia humana, conciencia con la que se halla siempre en conflicto. Rice también rescató la ambigüedad sexual del vampiro, un ser que es capaz de ver belleza en ambos sexos, en seres humanos de todas las edades y razas, una belleza que trae la sangre. Si bien en el mito siempre queda claro que para el vampiro lo primordial es alimentarse, la conjunción sangre-sexualidad significó un tremendo éxito para Rice a la que desde entonces viene plagiándose de mil y un modos. Este vampiro “consciente” ha evolucionado hacia un vampiro “bueno”, un vampiro “vegetariano”, que se enamora hasta las trancas de mujeres humanas y reniega de sus colegas menos humanizados. Al descafeinar su aspecto violento y amoral, los autores ahora pueden permitirse reelaborar su perfil sexual, presentándonos a héroes narrativos como Bill Compton de True Blood u otros personajes altamente sexuales como los pertenecientes a las sagas de L.J. Smith o Laurell K.Hamilton.

Mención aparte merecen los conocidos vampiros de la saga Crepúsculo. Pese a sus guiños constantes a la tradición, Stephanie Meyer ha introducido múltiples características originales: estamos ante vampiros resistentes a la luz diurna, con poderes especiales más propios de una saga de superhéroes que de una crónica vampírica, retratados en una serie de novelas dirigidas al público juvenil femenino. El vampirismo en este caso parece un recurso para justificar a personajes perfectos, entidades increíblemente bellas que no envejecen, misteriosas y resplandecientes, criaturas sexualmente no agresivas. Hasta cierto punto sorprende el éxito de una narración que castra el aspecto sexual de un mito que ha perdurado precisamente gracias a ese carácter lúbrico. El tiempo dirá si la literatura aprovecha este nuevo camino iniciado por Meyer o si regresa a los aspectos más divertidos del ser vampírico; aquellos que son política y moralmente inaceptables.

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