Parece haber una fascinación mórbida, que no comparto, por los vampiros. Tampoco me pirran los ninjas, los piratas o los templarios. De pequeño tampoco soñaba con ser bombero o policía, así que probablemente el problema sea sólo mío. No obstante, al llegar a mis manos este libro y ver que el autor era Andreu Martín, decidí darle una oportunidad.
Andreu Martín es uno de los más importantes escritores de literatura juvenil de los últimos treinta años, aunque limitarse a señalar ese dato biográfico sea muy injusto: ha escrito guiones para cómic, cine y televisión, es un importantísimo escritor de novela negra e incluso ha incursionado en la novela erótica, llegando a ganar uno de los últimos premios La Sonrisa Vertical que se convocaron. Como fiel seguidor de su obra, y ávido por ver si le había conferido su particular humor a esta novela, me enfrasqué en su lectura. No me defraudó.
Para el que no conozca la vis cómica de Martín le puede resultar chocante el que trate ciertos temas con tal desparpajo y carencia de escrúpulos. Ilya, el protagonista de Vampiro a mi pesar, es el hijo de un campesino ruso (en realidad el destilador de vodka de la aldea) que, tras un encontronazo con el supuesto Hombre Lobo de unos feriantes ambulantes, se convierte en vampiro. O eso piensan él, su familia, el clérigo del pueblo y el resto de conciudadanos, por supuesto. Tras una milagrosa salvación del brazo ejecutor de sus supersticiosos vecinos, que no están dispuestos a convivir con un muerto viviente, Ilya se verá obligado a vivir y actuar, a su pesar, como lo que se supone que es.
El libro se lee con mucha facilidad y la historia está muy bien hilada, pero no se trata de una historia de vampiros al uso, sino de un acercamiento a cómo se inician los mitos y leyendas, todo en clave juvenil pero muy bien elaborado. La historia es lo de menos, pues: Martín nos da detalles sobre cómo pueden originarse de forma estúpida la mayor parte de las supersticiones, de cómo una conversación poco afortunada puede derivar en un legendario embrollo y, sobre todo, del peligro inherente a mezclar la incultura de las clases bajas con las ansias de poder de los que, siendo como ellos, se consideran superiores moralmente.
Digo esto para no llevar a equívocos: Ilya no es un chico guapísimo que chupa la sangre a las doncellas del pueblo (de hecho se contentará con ser monógamo y no tan casto como los protagonistas de otras sagas de vampiros juveniles). Tampoco vive una vida llena de glamour, a no ser que cazar ratas para subsistir pueda ser considerado como tal. Y, desde luego, no es un héroe al uso, por mucho que se esfuerce en ser lo que se presupone en un señor de la noche. Totalmente recomendable.
Andreu Martín
Vampiro a mi pesar