Cuando hablamos de H.G Wells es imposible no hacerlo de sus grandes clásicos, como La Guerra de los mundos, El hombre invible, La isla del doctor Moreau o La máquina del tiempo; novelas que son clásicos de la literatura universal, revisitadas cada cierto tiempo por el mundo del cine o la televisión.
Lo cierto es que las obras de Wells han perdurado por su componente de anticipación, ese sentido de la maravilla único en su época que dotó a sus historias de una fuerza que hasta el momento ha sido difícil de igualar. Quizá sea quedarnos con el aspecto más que con el contenido que Wells insistía en intentar transmitir.
Wells era miembro de la Sociedad Fabiana, una organización inglesa de corte socialista centrada en conseguir una reforma adecuada a los intereses de los trabajadores. Hay que recordar la época: 1883, en plena primera época del capitalismo en la que las condiciones de trabajo eran normalmente inhumanas. Wells no estaba solo, autores como George Bernard Shaw también formaban parte del grupo fabiano, que acabaría siendo uno de los gérmenes del Partido Laborista británico.
Aunque las ideas de Wells pueden verse con claridad en la lucha de clases que muestra en La máquina del tiempo, con la diferenciación entre los Elois y los Morlocks, uno de los alegatos de Wells sobre la libertad y el desarrollo de la ciencia que más me ha impresionado siempre es La isla del doctor Moreau.
La sociedad creada por Moreau entre lo animal y lo humano, de leyes religiosas y en la que se muestra el propio reflejo de la sociedad humana, capaz de pasar de una agradable pátina de civilización a ser protagonistas de una carnicería sin sentido. Se plantea el debate de la ética en la ciencia, la naturaleza humana o el peligro de la droga para las clases bajas, en este caso, el alcohol que desata el animalismo de las criaturas de Moreau.
En todas sus obras Wells aprovecha para la crítica, bien del estado o de la sociedad, de una manera indirecta en sus novelas de anticipación para pasar más tarde, con ensayos sobre historia o sobre filosofía y política, a una visión utópica -en algunos casos distópica, cargada de gran pesimismo- de la raza humana y su posible futuro.
Hoy en día, H.G Wells está considerado uno de los más grandes escritores de anticipación de todos lo tiempos, y su mensaje, tanto el basado sólo en la ciencia como el de contenido social, sigue intacto en un mundo actual camino, en ocasiones, de alguna de sus predicciones menos agradables.
No he hablado demasiado de La máquina del tiempo: prefiero hablar de su influencia, así como de todo el pensamiento socialista, sobre otra de las grandes obras de anticipación social: Metrópolis, de Thea von Harbou, una historia que analiza el problema de los trabajadores sometidos a las grandes fortunas, atrapados con las máquinas sin las cuales la ciudad no podría sobrevivir. Lo curioso de Von Harbou es su política del trabajador y la idea de la revolución que plantea en Metrópolis, para acabar afiliándose al Partido Naiz mientras que su marido, Fritz Lang, huía de Alemania. La historia que todos conocemos es el guión escrito a medias entre Harbou y Lang.
De nuevo, como en la obra de Wells, el mensaje social queda oculto frente a la estética y el componente de mayor anticipación, María, ese robot creado para controlar a las masas bajo esa torre de Babel apócrifa que es la ciudad de Metrópolis. Si bien la situación de las clases trabajadoras no es, en general, como la reflejada en la película, viendo como avanza la penetración de los medios de comunicación y la evolución de la tecnología infográfica -e incluso robótica– da miedo pensar que un día los programas del corazón estarán llenos de seres cuya humanidad no podrá ser identificada a simple vista, creadores de opinión sin más objetivo que el programado. Aunque ahora que lo pienso, podríamos decir que ya hace tiempo que rebasamos ese punto.