La mayoría de las veces, cuando leemos un libro, nos encontramos con un buen montón de personajes. Los hay secundarios, terciarios y a veces casi inexistentes; los hay planos, bien desarrollados, con buenos diálogos o que no pronuncian palabra. Pero aquellos en los que el autor se vuelca completamente, por la cuenta que le trae, es en los protagonistas, aquellos que llevan sobre sus hombros el peso de la narración.
Uno de los habituales consejos para lograr un buen éxito literario es lograr que los lectores logren identificarse con el personaje principal. Eso, dicen, hace que la narración fluya y que se consiga una cierta comunión entre libro y lector. Sin duda, es una técnica de lo más habitual y además se ha usado en literatura juvenil como uno de los axiomas del oficio.
Sin embargo siempre aparecen autores que cuentan historias diferentes, narraciones en las que los personajes principales, los protagonistas, están más allá de la razón normal y en las que si el lector acaba identificado con el protagonista quizá sería cuestión de ir pidiendo cita con el psicólogo.
Dejando a un lado muchas novelas de terror, en las que sí que se juega con esa dualidad monstruosa de una manera diferente -digamos que las reglas de relación con el lector no son exactamente las mismas que en el resto de la narrativa– he seleccionado algunos de mis peores y más desequilibrados protagonistas favoritos.
Jean Baptiste Grenouille, protagonista de El Perfume, de Patrick Süskind. Sin duda uno de los personajes más aberrantes y a la vez más tiernos de la historia de la literatura. Obligado a conseguir el aroma perfecto no duda en darle al cuchillo para lograrlo. Yo, a mitad de libro, ya estaba de su parte.
Patrick Bateman, ejecutivo en American Psycho, de Bret Easton Ellis. Vividor, amante de la música, de las marcas caras, del vodka Finlandia, de las abdominales, del sexo, de decapitar mujeres con una sierra mecánica y luego hacer cosas todavía peores. Un tipo que logra llevarte a través de su locura personal y que hace que te enternezcas cuando no puede matar a alguien por ser, en el fondo, un tímido reprimido.
Ignatius J. Reilly, masivo personaje de La conjura de los necios, escrita por John Kennedy Toole. Al contrario que los dos anteriores, a Ignatius Reilly lo que dan ganas es de estrangularlo con tus propias manos. Simplemente, no puedes. Su absoluto desastre personal -similar a contemplar dos camiones de gran tonelaje chocando de manera frontal– resulta hipnótico.
Dexter Morgan, en cualquiera de los libros escritos por Jeff Lindsay. Dexter, también a diferencia de los anteriores, sabe perfectamente que es un enfermo mental, sociópata, asesino y manipulador. Y disfruta con ello. Y hace que camines con él y con su oscuro pasajero haciendo cosas malas a gente mala con cuchillos buenos y afilados.
Quizá identificarse, acompañar con cierto divertimento, a este tipo de personajes completamente reprobables resulte una especie de descarga mental, que nos ayude a superar todos esos sentimientos oscuros y violentos que llevamos dentro. Libros para mantener al monstruo oculto y satisfecho, podríamos decir.