Ayer 17 de mayo falleció Mario Orlando Hamlet Hardy Brenno Benedetti Farugia, aunque es posible que os suene más el nombre con el que se le designaba habitualmente, Mario Benedetti. El gobierno uruguayo decretó un día de duelo nacional.
Pero Uruguay no siempre amó a Benedetti, un poeta de exilio, de añoranza y kilómetros que lo separaban de sus seres y tierras amadas, desarmado por la política. Si nos preguntamos qué puede contener la obra de este escritor que establezca un flujo comunicativo tan eficiente entre sus versos y lectores de todas las edades y condiciones, puede que parte de la explicación se halle aquí. Todos nos sentimos exiliados de algo: no necesariamente de un país o de una ciudad, pero sí de un grupo, de una cultura o de cualquier aspecto de nuestras vidas en el que sintamos que somos diferentes y extraños, en el que cierta parte de nosotros crea disponer de un punto de regreso (la infancia, el hogar de los padres, el primer amor, el primer coche) cuyo recuerdo nos impulse a la nostalgia, rememorando una seguridad y bienestar que seguramente los años se han encargado de idealizar. A esto es preciso añadir un lenguaje sencillo y modesto y un claro deseo de expresar lo universal; en Benedetti se reconoce el amor, la memoria, la vejez, la lucha y el gusto por la belleza, y obtenemos una receta perfecta para todos los públicos. De alguna manera, es como si todos esos versos que tenemos escondidos en algún entresijo de la cajonera de los quince años tomaran nueva forma bajo una pluma exacta y matemática que analizara nuestras emociones para transformarlas en palabras sensoriales y tempos eufónicos. Así, hasta el tema más ansioso adquiere la tranquilidad del haiku; el tema más terrible adquiere la dulzura de un soneto; pero sin adscribirse al constreñimiento de estas formas, de la misma manera que el poeta uruguayo no se dejó reducir a ninguna jaula social ni personal.
Su En defensa de la alegría busca, desde el optimismo habitual del autor, encontrar una verdadera felicidad profunda, trascendente, más allá de la frivolidad de la euforia artificial. En las antípodas de la poesía terrible y maldita, la obra de Benedetti habla de situaciones tristes e injustas que encierran luminarias felices. Cada vez que leemos a Benedetti sorprende la serenidad que abunda en los textos de un hombre que se vio obligado a vivir durante doce años alejado de la mujer a la que amaba, por citar un solo ejemplo de su ajetreada y compleja existencia. Defensor de la cultura, de los débiles, de los transgresores, de la verdad, la tranquilidad con la que podía expresar frases tan lapidarias como “(…) muchas veces la verdad es molesta. Como intelectual no tengo la menor esperanza que lo que yo escriba o hagan otros intelectuales modifique la conducta de los gobiernos”, y al mismo tiempo intentar influir con toda su energía no sólo en el gobierno, sino en la propia sociedad, nos demuestra cómo una postura pacífica y resignada, pero a la vez insistente y activa, puede ejercer tanta presión sobre el poder. Desconcierta que una pluma periodística, narradora pero ante todo lírica, pueda asustar tanto a una autoridad como para buscar la destrucción de dicha pluma, como atestigua el constante exilio y huida del escritor, que vivió tanto tiempo lejos de Uruguay, llegando a ser un hijo adoptivo de medio mundo hispanohablante, España incluida, pero rechazado por un país que tardó en reconocer al hijo pródigo.
Benedetti vivió 88 años y dejó un gran legado. Ese no es motivo de lamento, sino de celebración y homenaje. Mario ha muerto, dicen. Se cierran las escuelas, se organizan grandes pompas fúnebres. Pero en algún rincón del planeta alguien está leyendo Canciones del más acá y tararea, sonriente.
Mario Benedetti