Ron Howard no es de los mejores cineastas de los últimos treinta años, pero sí de los mas prolíficos y, desde luego, se puede afirmar que desde que vio la luz Grand Theft Auto en 1977, su primera película de éxito, ha mantenido un nivel de calidad e interés medio en sus películas, algo que no se puede decir de muchos directores que hayan trabajado durante un período tan amplio. Cocinero (actor) antes que fraile (director), suyas son algunas películas interesantes como Turno de noche (1982), Cocoon (1985), Willow (1988), Llamaradas (1991), Apolo XIII (1995), Una mente maravillosa (2001), Cinderella man (2005) o El desafío: Frost contra Nixon (2008), película ésta con la que consiguió reconciliarnos con su saber hacer tras la infumable adaptación de la novela de Dan Brown El Código Da Vinci.
Curiosamente, y al tiempo que Howard ha conseguido sacar lo mejor de sí mismos a actores como Russell Crowe (que bajo su dirección ha firmado sus mejores trabajos) o Michael Keaton, en dicha película Tom Hanks, un actor habitualmente notable en todas sus interpretaciones, se nos mostraba completamente fuera de juego, en la que es, en mi opinión, su peor actuación desde la década de los ochenta. Howard ya había trabajado junto con Hanks en 1, 2, 3… Splash (1984) y en Apollo XIII, en donde Hanks es devorado literalmente por un guión muy flojo y por las evidentes dotes de un excelente, como casi siempre, Ed Harris. No es cuestión, pues, de desconocimiento de métodos de trabajo o de aptitudes. ¿Qué falló, entonces, con El Código Da Vinci (aparte del guión, la actuación de los secundarios, la música, el montaje o la casi inexistente tensión argumental: me estoy refiriendo exclusivamente a la actuación de uno de los actores más cotizados del mundo)?
El Código Da Vinci, la novela, era un caramelo apetitoso para cualquier productora. La adaptación al cine, al menos sobre el papel, podía dar millones. La película cristalizó tras escaso tiempo de pre-producción y preparación de guión, localizaciones, etc., ya que, literalmente, urgía que viera la luz antes de que se desinflara el globo creado por Dan Brown, sus editores, la Iglesia Católica y el inefable y cacareado “boca a boca inicial” (fenómeno este último que todavía muchos creen a pies juntillas). La película fue un éxito porque, más allá de las excelencias cinematográficas de Ron Howard, el reparto (a priori interesante) y la historia, estaba la ira de miles de cristianos militantes de todo el mundo. La ira creó acusaciones, polémicas, amenazas y golpes de pecho; la ira también creó el morbo, ese mismo morbo que hace que uno pague religiosamente (nótese el juego de palabras) en taquilla para ver películas como La Pasión, Camino o Jesucristo Superstar, que de otra manera no querrían ni alquilar en el video-club.
En cuanto a argumento, Ángeles y Demonios, la novela, me resulta bastante más interesante que El Código Da Vinci. Al menos, durante su lectura (francamente entretenida) uno no tiene la sensación de estar leyendo un refrito de teorías de la conspiración paleocristianas. Es moderadamente original y muy divertida, algo imprescindible para cualquier best-seller de estas características. La pelota queda ahora en el tejado de Ron Howard y, en menor medida, en las manos de Tom Hanks. Robert Langdon no es el personaje mejor construido de la historia de la literatura, es evidente, pero tampoco era tan frío, soso e inexpresivo como nos hizo ver el laureado actor. ¿Será mejor esta adaptación? Habrá que ir al cine para comprobarlo, después de todo.
Dan Brown