Alfredo Álamo. Valencia. 2009. Sentado frente al ordenador en su oficina.
Uno de mis compañeros de trabajo me había recomendado el libro. Decía que estaba bien, que me gustaría, que el tal Bolaño estaba tan loco como yo y que sus obsesiones, de alguna manera, conectarían con las mías, que me vería reflejado en ese submundo literario; que me lo leyera, cojones, que cientos de críticos -pinches críticos, pienso ahora, después de leerme el libro- no podían equivocarse, todos los premios, el reconocimiento, aquello debía significar algo.
Después de escribir varias noticias sobre Bolaño, sobre todo aquellas en las que rebuscaban en los baúles, escritorios, armarios y hasta debajo de las alfombras buscando textos suyos que publicar tras la muerte del chileno, decidí hacerles caso y leer Los detectives salvajes, cosa que no me costó mucho ya que a poco que andes por una librería tienes que tropezar, por fuerza, con algún libro de Bolaño puesto así, de mala manera, para que se enrede entre tus piernas y te haga tropezar, cayendo entre un mar de letras y poetas fracasados.
Así que me siento frente al ordenador y pienso en el viaje de los real visceralistas y recuerdo también a todos esos poetas de mi edad, que empezamos juntos hace tantos años, de los cuales apenas sigo en contacto con alguno, y que no eran real visceralistas, ni siquiera, creo, tuvieron nombre, pero que en el fondo eran real visceralistas, desconocidos, sin más definición que la suya propia y una esperanza, un sueño, de pertencer a la poesía y que la poesía les perteneciera.
Bolaño, cabrón, tú lo sabías. Y por eso hiciste un libro circular con más círculos dentro, los mismos que siguen Ulises Lima y Arturo Belano -que eres tú y no lo eres-, y por los que haces andar en un Ulysses mexicano, lleno de sexo, poemas e irrealidad, a todos los personajes que hablan por esos dos protagonistas de los que no conoces nada que no sea por terceros, creando una leyenda homérica, un viaje del héroe que termina antes de empezar, pero que alargas y rompes hasta hacerlo irreconocible.
En realidad los detectives ni son salvajes ni son detectives, son normales pero nadie quiere que lo sean, y sufren, viajan, se enamoran y pierden; rara vez ganan pero cuando lo hacen son más humanos todavía. Sin embargo, a su alrededor, todo cambia a su paso, el paso de los héroes derrotados antes de tiempo, de los que estaban destinados a cambiar el mundo -o, al menos, el mundo de la poesía, siendo la poesía, como es lógico, el mundo-, y se quedaron arañando los umbrales, caminando sin laureles, pero con ese encanto extraño que se le supone a los monstruos, capaces con su sola presencia de deformar el espejo, la realidad, el mundo de las pensiones y callejones, de las buhardillas y los manicomios.
Dejo el libro sobre la mesa. Lo hiciste, Bolaño, buey. Me enganchaste.
Roberto Bolaño
Los detectives salvajes