Quiso la fortuna que Mariano José de Larra, ese madrileño al que le dolía España (la frase no es suya pero el sentimiento era más que evidente) descanse junto a otro madrileño universal, Ramón Gómez de la Serna, en la Sacramental de San Justo, la más literaria de las necrópolis de la ciudad de la Cibeles y San Isidro. ¿O fue una broma pesada de las autoridades franquistas que repatriaron en 1963 el cadáver del inventor de las greguerías? Porque Larra, del que el día 24 de marzo se cumplen dos siglos de su nacimiento, merecería un compañero de viaje sustancialmente diferente.
No obstante, Larra le habría dedicado a esta situación uno de sus artículos de costumbres, con seguridad viéndola sintomática de un país que, ciento veintiséis años después de su muerte, seguía haciendo las cosas al revés, con cansancio, como dejándose llevar por la corriente de tradiciones inventadas por historiadores de baratillo y los políticos de turno. Se habría reído mucho, eso seguro, de la definición de España, ese país que nunca comprendió (o quizás el problema fue el contrario, que lo hizo demasiado bien), como “Faro de Occidente”. ¿Faro de qué? ¿Acaso no es de necios el vanagloriarse por la dejadez, la apatía y la falta de estímulo para el progreso, se podría haber preguntado él?
Seguimos en el mismo punto en que Larra lo dejó, tanto en el día de su muerte como en el de la asignación de De la Serna como camarada en lo obscuro. Sigue habiendo historiadores farsantes que reescriben nuestro pasado al compás que marcan los ideólogos en las sombras, y sigue habiendo políticos que toman como bueno cualquier panfleto pseudohistórico para reafirmar sus tesis centrípetas o centrífugas. Da igual el signo político, da igual si todo responde a un afán bienintencionado o estamos ante una trama de demagogia y falseamiento plenamente estudiada: Larra sabía que España es así, como años después lo supieron Unamuno y otros muchos. Más o menos como lo sabemos nosotros ahora, dos siglos después.
Hablar de Larra como un hombre comprometido con su tiempo o como un dubitativo absolutista que cultivó la sátira política y social es mencionar sólo una parte de su hecho vital. Larra fue, ante todo, un enamorado de la tragedia, de su tragedia y su dolor. Su enamoramiento por la amante de su padre, su desgraciado matrimonio y la tormentosa relación con Dolores Armijo, a la sazón casada y bien posicionada en la sociedad madrileña de la época, no hicieron sino acentuar, año tras año, su desazón, la misma que lo llevaría al suicidio en el número tres de la calle Santa Clara tras una reunión con la ya mencionada Armijo, Señora de Cambronero.
Larra fue todo lo que se presupone al Romanticismo español y mucho más. Ambiguo en su ideología y exaltado en sus opiniones, iracundo ante el desplante a todo lo que los afrancesados habían intentado acometer en España y trágicamente inmerso en variopintos escarceos amorosos que no podían llegar a buen puerto. Repasando su biografía y leyendo sus artículos y el resto de sus obras (un drama y una novela histórica) uno puede hacerse una idea muy acertada de la España de su tiempo y extrapolarla al tiempo actual. Ahí reside gran parte de su valor como escritor.