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Libros para San Valentín: Amores perros

AutorVíctor Miguel Gallardo el 13 de febrero de 2009 en Divulgación

San Valentín

Ni empalagan ni tienen finales felices; a fin de cuentas, no todo el monte es orégano y, en la vida real, no todas las historias de amor son posibles, viables y acaban bien con el consabido y ya casi digno de chiste “y comieron perdices”. Con los libros pasa exactamente lo mismo.

El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien (1954). No sólo en este libro del inmortal autor inglés aparecen varios amores imposibles o abocados al desastre: en el grueso de su obra, al igual que sucede en las mitologías celta y escandinava de las que principalmente bebió, hay referencias a historias de amor que no acaban precisamente bien. En el Silmarillion (1977) existen varias, siendo particularmente importante (y muy mencionada directa e indirectamente en su obra cumbre) la que incumbe a Beren y Lúthien. En El señor de los anillos la historia de estos dos amantes se repite en las figuras de Aragorn y Arwen. Al igual que aquellos, la única manera de estar juntos es a través del sacrificio de la chica y la renuncia a la inmortalidad. Supongo que muchos podrían opinar que estamos, después de todo, ante un final feliz, pero un amor anti-natura (en ambos casos un mortal y una inmortal) que sólo puede llevarse a cabo si una de las partes renuncia a su propia naturaleza no se me antoja demasiado satisfactorio, sobre todo para una de las partes (huelga decir cuál). ¿El amor aliena? Lo que es seguro es que la literatura universal está llena de este tipo de sacrificios románticos. Sin salir de este libro, la fallida relación entre Éowyn y Aragorn, ya que para él la motivación principal para reclamar su corona es conseguir a Arwen, ofreciéndole a la rohirrim unas calabazas como pocas se han visto en la literatura, acaba con ella en los brazos de Faramir, que precisamente se ha enamorado más de la tristeza que emana de ella que de ella misma. Otra historia de amor que da en qué pensar.

Plataforma, de Michel Houellebecq (2001). Ya desde el principio de esta sensacional novela queda claro para cualquier lector avispado que Michel Renault, el protagonista, no puede participar en ninguna relación de amor como sujeto activo. Ni siquiera en una poco convencional como la que le ofrece el personaje de Valérie: incluso con ella, y aunque moderadamente feliz para lo que en Renault es habitual, se deja llevar una y otra vez casi sin involucrarse. La redención final no se lleva a cabo porque, justo cuando parece que Renault empieza a sonreír por algo más que por unas piernas de mujer abiertas, las cosas se tuercen. Del todo.

Lo que queda del día, de Kazuo Ishiguro (1989). Aquí ni siquiera hay amor, ni correspondido ni sin corresponder: los sentimientos de Stevens y Miss Kenton son, para él, algo tan accesorio, que ni siquiera son importantes realmente todas las cosas que harían de su relación algo imposible. Lo realmente trascendente es el sentido del deber por lo que no habrá opción para indagar y preguntarse si siente por Miss Kenton algo más que la complicidad nacida tras años de trabajo codo con codo. Lógico en alguien que nunca amó y que jamás, debido a su posición, tuvo la oportunidad de madurar afectivamente, al creer que, sencillamente, esas cosas no están hechas para él.

Nombre de la rosa

Pórtico, de Frederik Pohl (1977). También hay una historia de amor y desamor encerrada en una de las más importantes novelas de ciencia ficción del siglo XX. Un amor de ida y vuelta, y nunca mejor dicho si se echa un vistazo a la premisa de la obra, en el que Robinette Broadhead, protagonista único de Pórtico, no puede decidir. La imposibilidad de ser feliz en unas circunstancias extremas en las que la única manera de conseguir un futuro consiste en jugarse el cuello, literalmente, en cuanto se presenta la oportunidad (y todo ello con una posibilidad, ya no sólo de éxito, sino de supervivencia, desfavorable) incide negativamente en el ánimo de Broadhead. Porque, después de todo, y si la máxima es un descorazonador No future, ¿para qué preocuparse por mantener dentro de la cordura unos lazos afectivos que no van a poder llegar a buen término? Ante todo esto no queda otra opción, al menos para él, que la desidia. Y un amor dominado por este sentimiento puede explotar en cualquier momento.

El nombre de la rosa, de Umberto Eco (1980). Para terminar, y ya que he hablado de los amores que suponen un sacrificio extremo, de los amores truncados, de los amores insinuados y nunca conseguidos y de los amores apáticos, qué mejor broche que los amores prohibidos. En esta inmortal obra, además, están literalmente prohibidos. Sea el “amor” (pongamos muchas comillas ante lo que no es más que el descubrimiento del placer erótico) entre el pobre Adso de Melk y una campesina, prohibido en cuanto él está limitado por unos votos monásticos, como el goce homoerótico de algunos de los monjes (que unen el desacato al voto de castidad a un amor anti-natura inconcebible en la Edad Media europea), es evidente que nada puede salir bien. De hecho, todo lo contrario.

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