Resumen y sinopsis de Los adioses de Juan Carlos Onetti
Un hombre llega a un pueblo para tratarse en un sanatorio para tuberculosos. Hosco y taciturno, se niega a compartir los ritos de convivencia de los internos. Vive solo para las cartas que recibe de dos mujeres: una escribe los sobres a máquina, la otra a mano. Las cartas le llegan a una tienda regentada por un hombre que intentará reconstruir la realidad del enfermo a través de sus propias conjeturas y las de otros. Los adioses es una entronización de la ambigüedad, un juego de soberbia concepción que escamotea lo evidente para dejar, desnuda, la magia de la escritura.
"Está en el primer volumen de las obras completas de Juan Carlos Onetti que ha editado Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores y es una
novela breve. Cuentan que para el autor era, de todos los que escribió, su libro preferido. A una localidad de la sierra llega un hombre para intentar curarse de una enfermedad pulmonar, y se instala allí una temporada. El narrador de Los adioses tiene en aquel lugar un comercio
donde sirve bebidas y algo para picar, donde vende las cuatro cosas indispensables que hacen falta en cualquier casa y, además, reparte el
correo. "Quisiera no haber visto del hombre, la primera vez que entró en el almacén, nada más que las manos; lentas, intimidadas y torpes,
moviéndose sin fe, largas y todavía sin tostar, disculpándose por su actuación desinteresada". Así empieza la historia. Enseguida, el narrador cuenta que ha calado a aquel tipo y que le ha bastado verlo un rato y cruzar unas cuantas palabras "para saber que no iba a curarse, que no conocía nada de donde sacar voluntad para curarse". Así que Onetti, desde el primer momento, nos pone en esa tesitura: hay alguien que se va a morir y hay otro que nos lo va a ir contando.
El primer dato son las cartas. Al hombre enfermo de la sierra le llegan en dos tipos de sobres. En unos, los datos están escritos a máquina; en los otros, con tinta azul. Acude puntual a recogerlos, y es cuando se deja ver, aunque no es fácil adivinar lo que le pasa. El dueño de la tienda, del almacén, lo observa, hace hipótesis, y avanza sus consideraciones sobre la vida y el mundo con un tono sombrío y desesperanzado. En las obras de Onetti el fracaso se instala desde la primera letra, y poco a poco lo va anegando todo. Es el dato indispensable para tratar de los hombres y las mujeres. Y es como si, sobre las cosas, fuera echando paletadas de tristeza y dolor, de tedio y aburrimiento, de desgana y hastío. No hay perspectivas, y la monotonía impone su sello inconfundible a la marcha de las horas y los días. Lo que importa es que, en esas circunstancias, sus criaturas se empeñen en conservar la dignidad. Sin heroísmo alguno. Casi como una condena.
Hace unos días, el Instituto Cervantes de Roma se acordó de Onetti y de su obra habló, por ejemplo, el profesor Diego Simini y se proyectó el documental que explora su figura que ha dirigido Pablo Dotta. Su literatura es ciertamente única en nuestra lengua. Es seguramente el escritor que con más insistencia y rigor y dedicación ha ido dando mordiscos a esas máscaras de las que hombres y mujeres se sirven para ser otra cosa distinta que polvo y desolación y vacío. Con su escritura ha ido pelando lo que hay para quedarse con lo esencial. Un gesto, un puñado de palabras, una señal.
Los adioses se sostiene sobre el hilo frágil que recorre un hombre que va a morirse. De joven jugó al baloncesto, era muy bueno, llegó a
internacional. Lo que se sabe de él en la sierra es simplemente que está enfermo y que, quizá, le quede ya muy poco. Un día lo visita una
mujer. Bromean, ríen, se hacen fotos con una Leica. Otra vez la que va a visitarlo es una muchacha. Entonces el hombre deja el hotel y
alquila una pequeña casa donde se instala con ella, hasta que se marcha. Un tipo callado, raro, que va a lo suyo, que no hace piña con los demás, que va aguantando el tirón. Eso cuentan. Vuelve la mujer, esta vez con un niño. También regresa la muchacha. El dueño del almacén, que nos está contando lo que consigue saber, procura no dejarse llevar por el chismorreo. Onetti, por su parte, deja todo en el aire, e inyecta ambigüedad en todas las venas de la historia. La rara belleza de sus frases, esa hondura que quita toda esperanza, la debilidad de sus hombres y sus mujeres, y su fortaleza. Se lee a Onetti y es como si uno se emborrachara de tristeza y, de pronto, encontrara ahí muy dentro, al fondo, una intensa y hermosa complicidad con quien va a morir y una inmensa piedad por todos nosotros" José Andrés Rojo - El rincón del distraido