Recuerdo haber leído hace un tiempo en un comentario de Scott Adams, a una de sus tiras de Dilbert, que estaba muy impresionado por la letra de la canción Bad Romance, de Lady Gaga. Adams, de formación científica, probablemente nunca se había encontrado con la definición de oxímoron, antítesis o incluso de paradoja (por lo menos no en el sentido literario), y se encontraba muy sorprendido por el efecto de las contraposiciones que podían encontrarse en la canción, ya que obligaban a su cerebro a recurrir a dos conceptos aparentemente irreconciliables y opuestos como “querer” o “desear”, ideas tradicionalmente asociadas a cosas positivas, y “enfermedad” o “venganza”, términos de clara connotación negativa. Esta unión de vocablos de significados tan dispares obligaba al cerebro a realizar un esfuerzo no acostumbrado y a crear conceptos totalmente nuevos. Mientras una parte de mí se burlaba de este señor de aparente superioridad intelectual, que dedicaba quinientas palabras a descubrir él solito la poesía (si tal fue su impresión con Gaga, mejor no dejarle cerca nada de Quevedo), otra no dejaba de preguntarse cómo este tipo de recursos retóricos afectan a nuestra forma de pensar, y cómo podríamos utilizar este conocimiento para reivindicar lo literario más allá de lo estético, artístico y socio-político.
Pero eso ya lo ha hecho por mí la periodista Annie Murphy Paul, quien en un reciente artículo para el New York Times nos explica los resultados de varias investigaciones en el campo de la neurociencia que aportan datos muy interesantes del efecto de la lectura en nuestro cerebro. Ya hablamos en otro artículo de Lecturalia sobre cómo la lectura obligaba a nuestra mente a crear sistemas y planos de pensamientos diferentes y nuevos, pero Paul hace mención a ciertos recursos retóricos que también ofrecen resultados sorprendentes. Del mismo modo que la paradoja de Lady Gaga obligaba al cerebro de Adams a tomar conceptos de zonas muy distintas del cerebro y a unificarlos creando nuevas nociones y conexiones neuronales, Paul explica la importancia de la metáfora, otro de esos recursos fundamentales en la literatura y que produce reacciones en nuestro cerebro del todo asombrosas. Según las investigaciones de la revista NeuroImage, los sujetos que se prestaron a leer determinados textos, mientras sus cerebros eran monitorizados, respondían de manera muy diferente ante expresiones normales (o ante metáforas que, siguiendo al teórico Paul Ricoeur, podríamos denominar como “muertas”, es decir, tan utilizadas y tópicas que no aportan nada nuevo) que ante textos que contenían metáforas “vivas” (aquellas que o son nuevas o no las conocemos lo suficiente como para ser indiferentes ante ellas).
Los textos metafóricos incitaban al cerebro a activar zonas que no suelen asociarse con la comprensión comunicativa, como aquellas que se relacionan con los sentidos: de este modo, una persona que leyera las palabras “el cantante tenía una voz aterciopelada”, tendría activada la zona de su cerebro relacionada con el sentido del tacto. En la segunda parte del artículo veremos más ejemplos de cómo ciertos recursos y palabras, al ser leídas, activan diferentes partes de este órgano, convirtiendo la experiencia de leer en una experiencia muy parecida a la experiencia de vivir.