Pasar la tarde en el Twitter, contestar a los mensajes del Facebook, revisar la página del G+, actualizar la biografía en la página web, escribir algo ocurrente para el blog, discutir en los foros por culpa de los libros electrónicos, preguntarse si debería publicar con Amazon a 0,99 o aparecer en las redes sociales ligero de ropa.
Nada de lo anterior es el verdadero trabajo del escritor.
Leer aburridos libros de historia, observar, sin que se den cuenta, a extraños en los bares, apuntar anécdotas que cuentan los amigos, anotar sueños nada más despertar, pasar horas delante del teclado venciendo la tentación del correo electrónico, borrar treinta páginas al darse cuenta que no podían funcionar, descubrir a mitad de novela que te apetece escribir un cuento, alargar un cuento tanto que se convierte en novela, revisar hasta que se caen los ojos, acostarte de madrugada robándole horas al sueño. Escribir. Revisar. Esperar.
A veces, de tanto hablar del mercado, de la industria, del libro electrónico, de las distribuidoras y las nuevas tecnologías parece más que hablemos de chorizos y salchichones que de literatura. En cierto modo, si los lectores no hacen más que vernos hablar de porcentajes, targets, derechos de autor, piratas, descargas y que si Amazon por aquí y Apple por allá, ¿qué imagen damos?
La verdad es que tengo más preguntas que respuestas. ¿Qué quiere un escritor? ¿Ser leído? ¿Triunfar? ¿Qué es triunfar entonces? ¿Vender libros, ser leído, escribir lo mejor posible? ¿Puede todo lo anterior ser compatible? ¿Qué hay que hacer para conseguirlo todo? ¿Quién quieres ser, Pérez Reverte o acabar como John Kennedy Toole?
Sin duda, cada caso individual será diferente, sobre todo si tenemos en cuenta de que el acto de escribir es uno de los más personales que puede ejecutar una persona. Me temo que si siguiera escribiendo acabaría en la eterna discusión de artistas y artesanos, que por ser maniquea y manida es mejor no enfrentar. Tan sólo reflexionemos como escritores la razón que nos mueve a escribir y qué esperamos de ello, qué estamos dispuestos a sacrificar, qué es lo que al final merece la pena y lo que no.
Y es que el verdadero trabajo del escritor es dejarse herir por las palabras y morir en cada página. Nada más.